A principios de 2024, una técnica de laboratorio del Laboratorio Nacional de Galveston, uno de los laboratorios de bioseguridad de nivel 4 más seguros de Estados Unidos, se pinchó accidentalmente con una aguja que contenía ántrax, un patógeno temido durante mucho tiempo como posible arma bioterrorista. Apenas unos meses antes, una trabajadora de las mismas instalaciones se expuso accidentalmente a Guanarito, un virus raro pero mortal que causa la fiebre hemorrágica venezolana. El virus Guanarito está clasificado por el CDC (Centro para la prevención y control de enfermedades) como un agente bioterrorista de categoría A, debido a su alta tasa de mortalidad y su potencial de transmisión por aerosoles. Es el tipo de patógeno que, en las manos equivocadas, podría desencadenar una crisis mundial.
Y estos no son casos aislados. En Lanzhou, China, más de 6000 personas se infectaron con brucelosis después de que una planta farmacéutica por negligencia, liberara la bacteria al aire. El accidente contaminó el agua y el aire de barrios enteros. Estos eventos no fueron actos de guerra. No se llevaron a cabo con malicia. Sin embargo, revelan la facilidad con la que agentes biológicos poderosos escapan y causan consecuencias catastróficas.
La posibilidad de una pandemia o un ataque biológico provocados por el hombre ya no es ciencia ficción. Con herramientas modernas, mediante el CRISPR, -un diseño de fármacos basado en IA y síntesis rápida de ADN-, la barrera para la ingeniería de armas biológicas se ha reducido drásticamente. No solo las naciones, sino potencialmente pequeños grupos o incluso individuos podrían ejercer tal poder. Y, sin embargo, milagrosamente, no hemos visto un ataque deliberado con armas biológicas en los últimos años. ¿Por qué no?
Porque algo está cambiando. Las reglas de la guerra están cambiando. El balance brutal del siglo 20, -donde las bajas civiles a menudo se aceptaban como el precio de la victoria-, está dando paso a un nuevo paradigma. Los conflictos actuales se moldean cada vez más por la precisión, la disrupción cibernética y las intervenciones limitadas que buscan evitar una devastación generalizada. El poder de causar muertes masivas aún existe, pero la voluntad global de usarlo se está desvaneciendo.
Esta restricción no es meramente estratégica. Es ética. Señala una transformación más profunda en la conciencia global. Como previó el profeta Ieshaiahu, nos acercamos a un tiempo en el que "ninguna nación alzará la espada contra otra nación, ni se dedicarán a la guerra". Incluso en medio de crecientes tensiones, la mayoría de las naciones prefieren la diplomacia, la contención y la disuasión a la destrucción.
Los regímenes más represivos se están desmoronando. Las armas más peligrosas están siendo vigiladas, restringidas y, en algunos casos, desmanteladas. El mundo avanza lentamente hacia lo que siempre estuvo destinado a ser.
La Redención no está lejos. Como enseñó el Rebe de Lubavitch, solo necesitamos abrir los ojos para verla. No es una fantasía: Está comenzando a desplegarse en la moderación que vemos, la paz que buscamos y las decisiones que tomamos a diario para preservar la vida en lugar de la destruirla.
